El 2 de Noviembre
de 1971, la tarde se había desarrollado en medio del misterio de los Santos y
los Difuntos que en la isla de Ons se "celebraba" a la antigua
usanza, sin tanto ridículo y reimportado "jalobin" ése. Los niños y
los mayores se afanaban en preparar las calabazas que, con una vela encendida
dentro, pretendían asustar en las encrucijadas de caminos y en las cancelas de
las casas, y el ambiente olía al anís de las castañas cocidas y al tostado de
las asadas que por todas partes se preparaban para la degustación común.
La tarde,
en mi escuela, había transcurrido con ese halo de misterio que tenía entonces
la veneración por los difuntos, entre el miedo y el respeto y, terminada la
jornada, los niños y las niñas se fueron a sus casas, más temprano que de
costumbre, seguramente empujados por creencias y miedos solo superables en el
entorno familiar junto al regazo de madres y abuelas que, de forma especial,
rezaban aquella noche por sus muertos.
El ambiente
estaba plomizo, con fina lluvia y espesa niebla, pero apenas sin viento. Eso
sí, la mar se unía al misterio rugiendo sus olas sobre las rocas y las playas y
saltando sobre el muelle, de un lado a otro, como si quisieran que nadie se
escapara aquel día de la isla. Y se hizo de noche pronto, muy pronto.
Unos golpes
en la puerta de mi casa y varias voces de hombres entremezcladas nos alertaron.
Algo grave estaba sucediendo. Abrí la puerta y, en efecto, diez o doce de
aquellos rudos marineros isleños con Checho, el pedáneo, al frente, me
informaban de que una sucesión de bengalas habían surcado el cielo al sur, muy
cerca de la isla. Mi confusión fue grande, no habituado a aquellas
circunstancias pero me uní al grupo. Una de aquellos hombres había tenido la
previsión de traer unas botas altas de goma en las que enfundé mis pies y en
grupo salimos hacia la zona de las señales. Una mujer se ofreció a quedar en
casa con mi esposa porque, decía, "non é noite de estar soa" .
El camino
hacia Pereiró fue lento y largo y, quien más quien menos, se temía lo peor. Las
bengalas fueron espaciando su disparo hasta que dejaron de iluminar el cielo.
Después de casi una hora llegamos al límite de la isla pero la decepción fue
grande porque entre la niebla y la oscuridad de aquella noche era imposible
avistar nada y nada se oía sino la propia fuerza del mar. Cada uno hizo su
cábala y tras un par de horas de escudriñarlo todo, decidimos volver a Curro
donde ya se habían reunido mujeres y niños entre interesados y asustados. El
radioteléfono se había empeñado, precisamente aquella noche en no funcionar y
solo la radio era el contacto con el resto del mundo aunque tardó bastante
tiempo en dar la noticia de que un barco del Marín, el "Nuevo Maruja
Costa", se encontraba en dificultades cerca de la isla de Ons. Los peores
augurios se hacían realidad por momentos, la niebla seguía rodeándonos y el mar
continuaba amenazador.
Fue Manuel,
un singular marinero que lucía una inusual barba, quien manifestó su deseo de
embarcarse en una dorna y salir hacia la parte exterior de la Onza donde,
estaba seguro, como otras veces, que podría haber ocurrido un naufragio. Su
intento fue vano porque todos los demás casi tuvieron que impedir aquella
locura, tales eran las condiciones de la mar y, poco a poco, cada quien se fue a
casa con la incertidumbre de lo que pudiera haber sucedido.
Al día
siguiente, varios barcos salieron con el amanecer hacia la zona y, pocas horas
después, el Ntra Sra. del Carmen, patroneado por el señor Piñeiro, descubrió
sobre la Onza a varios marineros que hacían señales de auxilio, a los que
inmediatamente rescataron de su trágica posición. Otros compañeros tuvieron
peor suerte y dejaron allí la vida en aquella funesta noche de Difuntos que
llevó el luto a varias familias de Marín.
No faltaron
los elogios en prensa y radio a la gloriosa Armada Española que había rescatado
a los supervivientes en un operativo que no fue tal sino el arrojo del isleño
Piñeiro y sus marineros cuya gesta, en cambio, pasó desapercibida.
La isla se
sumió durante varios días en un espeso ambiente de tristeza y sus habitantes,
entre los que compartí aquel trágico día de difuntos, masticaron la tragedia
como habían hecho otras muchas veces en que el mar decidiera cobrar su tributo
en vidas humanas.
JULIO
SANTOS PENA – publicado en el Faro de
Vigo el 2 de Noviembre de 2013